Álvarez de Toledo Enríquez, Fadrique. Duque de Alba de Tormes (IV). ?, 21.XI.1537 – 3.IX.1585. Militar.
Segundo hijo varón de Fernando Álvarez de Toledo, III duque de Alba, más conocido como el Gran Duque, le sucedió en el título a su muerte, acaecida en diciembre de 1582. Fadrique se convirtió en el heredero de su padre a la muerte de su hermano mayor, García, en octubre de 1548. Fue, además, marqués de Coria, duque de Huéscar, conde de Piedrahíta (III) y señor de Valdecorneja (VIII). Muy poco se sabe de su vida, al haber estado siempre eclipsado por la gran figura histórica que su padre representó, con lo que, para conocer algunos datos de su biografía, el investigador ha de recurrir irremisiblemente a los trabajos históricos que se refieren a la figura de su padre, donde se citan de pasada algunos aspectos de la de su hijo.
Desde el momento en que se convirtió en heredero, Fadrique tuvo que acarrear la gran responsabilidad de sentirse el constante objeto de las esperanzas depositadas en él por su padre, al pretender que su hijo fuera un auténtico Álvarez de Toledo, digno de ese apellido y del título de Alba que algún día llevaría sobre sus hombros. Pesada carga para quien no heredó ni el carácter ni la fuerte personalidad de su progenitor.
Por eso, no es posible hablar de Fadrique sin hacer constantes alusiones a su padre y a su trayectoria, tanto política como militar, pues si Fadrique llegó a ser algo en la vida, fue siempre a la sombra de su padre, quien se desvivió para que su hijo fuera reconocido.
Una labor que le ocasionó no pocos disgustos, pues desde el principio Fadrique arrastró una quizá inmerecida fama de ineptitud. Fama que se encargó de difundir el que habría de convertirse en rival del duque de Alba en la Corte de Felipe II, Ruy Gómez de Silva, príncipe de Éboli, quien no perdía ocasión para desprestigiar ante el Monarca al duque, a través de su amantísimo hijo. No tuvo, además, que esforzarse mucho Éboli en esta labor, ya que el mismo rey Felipe nunca sintió simpatía alguna por la figura de Fadrique, y como muestra de esto están los severos castigos que el Monarca le infligió en diversos momentos de su vida, como se verá a continuación. El mismo duque de Alba parece que tenía más en cuenta la opinión de su hijo ilegítimo, el prior Hernando de Toledo que la de Fadrique.
La carrera política y militar de Fadrique al amparo de su padre empieza pronto, cuando éste fue nombrado por Felipe II virrey de Nápoles en 1555. En este caso, Fadrique tan sólo actuó como acompañante de su padre, a quien trató de emular, afanándose por recibir todo lo que pudiera de su innata habilidad como militar. No obstante, cuando Alba debe ausentarse de su cargo debido a sus innumerables compromisos, su hijo quedó ocupando su puesto de forma interina.
Ya en España en el año 1566, por intentar seducir secretamente a una dama de la Corte llamada Magdalena de Guzmán, camarera de la reina Isabel de Valois, a quien dio su palabra de matrimonio, Fadrique fue castigado por el Rey. Este desliz de juventud trajo consecuencias funestas e impredecibles a Fadrique en el futuro, siendo condenado en primer lugar, a causa de su irresponsabilidad, a seis años de destierro, de los cuales tres debía servir en Orán, en el norte de África.
No ayudaron a Fadrique para recibir la clemencia del Monarca, su ya mala fama en la Corte como vividor, manirroto y algo indisciplinado.
En abril de 1567 el duque de Alba es enviado por el Rey a los Países Bajos al frente de un gran ejército para sofocar la revuelta en estos territorios. El duque le pide encarecidamente al Rey que le deje disfrutar de la presencia y ayuda de su hijo. Tras un año y medio de estancia en Orán, Felipe II decide conmutarle la pena de destierro en Orán, enviando a Fadrique a los Países Bajos junto a su padre, pero en ningún momento le habría de perdonar. En cuanto llegó a los territorios flamencos fueron puestas bajo su mando dos compañías de arcabuceros y una guardia personal. Un desmedido amor paternal le impulsó al duque a poner toda la infantería bajo las órdenes de Fadrique, para gran disgusto de Felipe II.
La primera actuación de Fadrique en Flandes fue, junto a su padre en 1568, contra Guillermo de Orange y el ejército que éste había reclutado en Alemania, que fue batido sin problemas y expulsado de los Países Bajos. Hasta 1572, la rebelión y oposición en Flandes se había limitado a Guillermo de Orange y a algunos adeptos que habían preferido el camino del exilio. Sin embargo, a partir de esa fecha y más concretamente del 1 de abril, cuando los “Mendigos del mar” toman por asalto la ciudad de Brill, es el momento en el que, en palabras del historiador Geoffrey Parker, comienza la verdadera rebelión. Al asalto de Brill se sucedieron la desafección de otras ciudades de Zelanda, motivo por el cual Alba envió a su hijo Fadrique a la isla de Walcheren, en la boca del río Escalda, para que rindiese por las armas la ciudad de Middelburg. No obstante, pronto tuvo que hacerle volver, pues otro foco de rebelión más urgente acababa de estallar por el sur; se trataba de la ciudad de Mons, punto estratégico en las comunicaciones entre Bruselas y París, que había sido tomada por Luis de Nassau. En Mons, Fadrique, al mando de un destacamento del ejército, se encargó de evitar el avituallamiento de la ciudad y vigilar que no fuera socorrida por los franceses, mediante una serie de escaramuzas, hasta que llegara su padre al mando del grueso del ejército.
Mientras, Guillermo de Orange, al mando de un gran ejército, acudía también en defensa de los sitiados.
Después de varias batallas, el duque decidió una noche realizar una “encamisada” al campamento de Orange. El ejército del príncipe, cogido por sorpresa mientras dormía, fue aniquilado y puesto en fuga en un gran desorden. La ciudad de Mons se rindió sin condiciones el 21 de septiembre e inmediatamente el duque de Alba al mando de sus hombres se puso de camino hacia el Norte para dar un escarmiento a las ciudades que se habían puesto del lado del príncipe de Orange. En su recorrido tres ciudades sufrieron el rigor del castigo impuesto por el duque de Alba: Mechelen (Malinas), Zutphen y Naarden. Mechelen fue la primera en sufrir el asalto, saqueo y asesinato de sus moradores por el ejército español. Tras esta actuación, el duque, ya viejo, cansado y enfermo, se retiró a la ciudad de Nijmegen (Nimega), donde estableció su cuartel general, mientras cedía toda la responsabilidad sobre su ejército y campaña a Fadrique, eso sí, estrechamente vigilado por él mismo, ya que, aunque retirado, no perdía de vista ni un solo instante a su hijo. Las órdenes de Alba eran claras: no dejar un solo hombre con vida si se presentaba cualquier tipo de resistencia. Zutphen, que también se resistió, siguió la misma suerte que Mechelen, con la particularidad de que ésta fue quemada hasta sus cimientos por orden del duque. El turno siguiente le tocó a la pequeña población de Naarden, donde se repitieron las atrocidades.
Pero según Maltby, biógrafo del duque de Alba, Naarden se iba a convertir en el punto de inflexión en la victoriosa campaña del duque de Alba, y por extensión, de toda la guerra de independencia de los Países Bajos para sacudirse el dominio español, pues si hasta ese momento el rigor había dado sus frutos por parecer discriminado, de Naarden se dijo que había sido castigada aun después de haberse rendido. La sensación que esto provocó en la población flamenca fue la de que tan sólo les quedaban dos opciones ante los españoles, luchar o morir; lo que provocó que a partir de ahora la oposición se hiciera más enconada, para desgracia del duque y de su hijo Fadrique. Y las consecuencias de esto se presentaron de inmediato en la siguiente ciudad a la que Fadrique puso un cerco: la villa holandesa de Haarlem. Para empezar, cuando Fadrique ordenó sitiar la ciudad por tres de sus lados, ya que un flanco de la misma daba al mar interior de Holanda, el Haarlemmermeer, era ya el mes de diciembre. El frío, que en ese invierno de 1572-1573 fue especialmente intenso en Holanda, la circunstancia de que no fuera posible realizar un cerco en regla de la ciudad, por lo que ésta podía ser abastecida a través del lago helado que comunicaba el exterior con el interior, y la resistencia efectiva de sus habitantes hicieron que el asedio de Haarlem se convirtiera en un verdadero infierno para Fadrique y sus hombres, quienes conocieron por vez primera el amargo sabor de la derrota. Pasaron los meses y el asedio se prolongaba más de lo que el duque hubiera deseado, empezando a dudar de la capacidad de su hijo, en cuyo abatido espíritu comenzaba a planear la idea de levantar el sitio y abandonar la empresa por considerarla imposible. Ante el temor a que esta posibilidad se hiciera realidad, el duque de Alba envió al campamento español a su capitán de caballos, Bernardino de Mendoza, con el siguiente mensaje que puso a su hijo literalmente entre la espada y la pared: “que cuando no fuera su opinión el no levantarse sin rendir la villa, no le tuviera por su hijo, ni le hubiera pasado jamás por el pensamiento otra cosa; y cuando él muriese en el asedio, vendría el propio duque en persona a mantenerle y faltando los dos, la duquesa su mujer de España a lo mismo”.
En la corte de Madrid la resistencia de Haarlem estaba siendo hábilmente aprovechada por los enemigos de Alba, quienes por fin vieron una ocasión para confirmar ante el Rey la fama de ineptitud de Fadrique.
El asedio de Haarlem comenzaba a suponer una cuestión de honor para el viejo duque, en donde se estaba jugando el prestigio de toda su carrera militar.
Por fin, y tras siete meses de duros combates, la plaza fue rendida con condiciones; infligiendo a los hombres que más habían resistido un castigo ejemplar por parte de Fadrique para salvar su honor. Pero esta dura medida también fue criticada en algunas esferas políticas de Madrid. La posición de Alba estaba totalmente minada y su reputación en entredicho, y las ciudades de Holanda seguían resistiendo. El siguiente objetivo era la ciudad de Alkmaar, al norte de Haarlem.
Allí los hombres de Fadrique, visiblemente desmoralizados, volvieron a enfrentarse con una barrera difícil de superar. Se llevaron a cabo dos ataques infructuosos; al tercero, los soldados se negaron a continuar.
Ante la negativa de sus hombres, Fadrique esta vez sí se vio obligado a levantar el asedio por mucho que su padre le instara a resistir. Ésta fue la última oportunidad para ambos de lavar su imagen; Felipe II había ya nombrado a su sucesor, el comendador mayor Luis de Requesens, quien estaba a punto de llegar a los Países Bajos para tomar el relevo.
Alba y su hijo recibieron un frío recibimiento a su vuelta en la corte. Sin duda, el Rey, ganado por el partido ebolista, hacía recaer buena parte de la responsabilidad del fracaso que se estaba viviendo en los Países Bajos sobre los hombros del duque, y especialmente sobre los de su hijo. Los informes que provenían del sucesor de Alba en el cargo de gobernador y capitán general en Flandes Luis de Requesens no hacían más que confirmar las sospechas de Felipe, al ser informado por su gobernador, de “que la opinión que he dicho de que fue D. Fadrique causa de todo el daño de aquí, y que es el hombre de más mala intención que hay en el mundo, es tan general que no se hallará hombre, ni español, ni del país, ni deudo suyo, ni criado de su padre que no se confirme en ello”. Además, los enemigos de Alba en la corte estaban deseosos de ver caer a su rival, cosa que no era nada fácil, a pesar de todo, debido a la reputación del viejo duque, quien se había convertido ya por aquellos años en una figura mítica del reinado, y por ello le atacaron por su flanco más débil: su hijo. Alba se encontró con la situación opuesta a la deseada al ver cómo, en lugar de haber conjurado la mala reputación de su hijo, su actuación en los Países Bajos no sirvió más que para llenarle con más cargas y acusaciones. Efectivamente, Fadrique fue trasladado al castillo de Tordesillas por orden regia en julio de 1576. Esta situación se vino a complicar aún más por una cuestión en principio baladí, pero que fue aprovechada hábilmente por los enemigos de Alba, especialmente por quien desde hacía poco tiempo venía ocupando la “jefatura” de la facción ebolista vacante desde la muerte de su creador, el secretario Antonio Pérez, quien, en cooperación con la viuda de su benefactor, Ana de Mendoza y de la Cerda, princesa de Éboli, estaban buscando cualquier excusa para destruir a Alba.
Fadrique había enviudado dos veces: la primera de Guiomar de Aragón y Folch de Cardona, hija de los segundos duques de Cardona, y la segunda, de María Josefa Pimentel y Girón, de los condes de Benavente.
Por ello y ante la ausencia de descendencia era necesario un tercer matrimonio a pesar del prematuro envejecimiento de Fadrique. Con lo cual, al volver de Flandes, se iniciaron los preparativos de boda con su prima hermana, María de Toledo y Colonna, hija de García de Toledo, IV marqués de Villafranca. Al mismo tiempo, Pérez y la princesa de Éboli decidieron desenterrar un viejo agravio: el de la promesa de matrimonio dada por Fadrique a la camarera de la reina, Magdalena de Guzmán, cuando éste había enviudado por segunda vez hacía ya trece años. El monarca siempre se había mostrado muy exigente en estos asuntos matrimoniales de la nobleza, y no toleraba que se hicieran promesas matrimoniales sin su consentimiento. Por esta causa, como ya se ha comentado, Fadrique sufrió el destierro en Orán, destierro que fue interrumpido para ir a prestar sus servicios en los Países Bajos y que ahora había reanudado en Tordesillas. Magdalena de Guzmán, después de guardar doce años de silencio en el convento de Santa Fe de Toledo, al cual había sido enviada tras el “asunto” que tuvo con Fadrique, escribió la primera de sus vehementes cartas en 1578, instigada seguramente por la princesa de Éboli y Pérez, quienes convencieron a Felipe II de que, para lavar el honor de la dama, Fadrique debía desposarla. Incluso se creó una comisión investigadora del caso, encabezada por el presidente Pazos. Esto era intolerable para el duque de Alba, quien no quería bajo ningún concepto que su hijo se casase con quien no aportaría a la familia ni linaje ni fortuna. Por lo tanto, había que casar a Fadrique a toda costa con su prima y en secreto, aun a sabiendas de que provocaría la cólera del Rey. La pareja fue casada secretamente en la residencia de Alba de Tormes y después de la boda Fadrique volvió a su reclusión en Tordesillas, tan discretamente como había salido. Sin embargo, el Rey se enteró y como ya había previsto el duque, su cólera, avivada por Pérez, recayó sobre él mismo y su hijo. Envió al duque de Alba al destierro, en una de sus propiedades, el castillo de Uceda en Guadalajara, donde permanecería un año entero con su esposa, que quiso acompañarle.
En julio de 1579 se permitió a Fadrique, quien tras su matrimonio había sido trasladado al castillo de la Mota en Medina del Campo, pasar a una residencia particular.
Fadrique sobrevivió a su padre tan sólo tres años escasos, en los que fue duque de Alba por derecho propio.
Retirado a sus posesiones, muy enfermo por los largos años de cautiverio pasados, murió sin descendencia, pasando el título a su sobrino Antonio.
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José Miguel Cabañas Agrela